viernes, 14 de noviembre de 2008

Intimidezes




10 de agosto de 2008
Regresábamos a casa después de dos meses de navegar por Túnez, Sicilia, Córcega y Cerdeña.
Millones de destellos se entrechocaban unos con otros formando cientos de bandos que se entremezclaban indecisos entre sí, pero rara vez se salían del camino que empezaba allá en el horizonte, a una cuarta por debajo del sol y terminaba un metro y algo por debajo de mis pies descalzos. Por detrás sólo la estela del barco, y él, el maestro, se acostaba sobre un costado frotándose la amurada contra los reflejos que el viento iba alborotando sobre la licuada tarde. Serenos, como una respiración plácida vamos avanzando ambos, unido yo a él por los pies en la cubierta y las manos en la rueda del timón, y él a mí por el alma, que me la agarra con toda la suya como si no supiera gobernarse sólo y fuera a perder el rumbo de vuelta a casa. En cierto modo es así, porque al poco de salir con destino a nuestro periplo mediterráneo se le estropeó el piloto automático y desde entonces que no lo he echado de menos. Momentos de confesiones íntimas unidos así como decía, han enriquecido horas de guardia y tardes mágicas como ésta. En el cielo se proyectan franjas de luz y sombra y todo está envuelto en una atmósfera onírica, parece como si mi alma se hubiera expandido hasta los confines de la vista, como si pudiera comprender todo lo que veo con un solo pensamiento. Qué sensación de bienestar, hasta que súbitamente me sorprende un sentimiento extraño. Una alegría, un susto, un gozo, como cuando te encuentras al doblar la esquina a un ser querido, o cuando explota la risa de la persona a la que amas. Un fogonazo dentro del pecho sin saber por qué. Cosas del estado de ánimo, o no sé, pero en los instantes siguientes un resoplido a mi espalda me saca de mis ensoñaciones. A unos cincuenta metros de la popa, un cachalote vuelve a introducir su cabeza roma en el universo líquido. Con un movimiento copiado del entorno que lo sustenta, desliza su lomo fuera del agua, mientras se va hundiendo hasta que no quedan más que unos remolinos en la superficie del agua. Al poco emerge de nuevo, más lejos claro, pero con otro fenomenal resoplido, como de despedida. Ya no lo vemos más. Quizá sólo fue una casualidad, pero me gusta pensar que lo percibí, o me avisó, o quizá lo hiciera el barco, cuando pasaba por debajo de nosotros.
La tarde sigue virando la temperatura de su color hacia la calidez de los tonos bermejos, el viento se va transformando en brisa, los reflejos se van estirando perezosos y un delfín pequeñito sale disparado una y otra vez a ritmo frenético, adelantándonos como con prisa por llegar al horizonte antes de que se sumerja el Sol y comprobar qué le pasa cuando se moja, o hasta dónde se hunde, o si hace otro día en las fosas abisales iluminando desde el fondo un mundo al revés. Otros miles de soles pequeñísimos esperan la oscuridad pegados contra la bóveda que lo cubre todo listos para saltar. Las estrellas que ya están en el agua bailan delirantes, ansiosas, en la superficie negra a la luz de una rodaja de Luna como invitando a las de arriba, que aún no se han lanzado, a seguir a los cientos de ellas que como lágrimas de San Lorenzo se descuelgan en una lluvia celeste. Mi guardia termina, ya veré más maravillas al amanecer.
Rafa Marín

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