viernes, 14 de noviembre de 2008

La Ola

La Ola

_Pasaron por debajo de una ola, rompieron el metacrilato del fly-bridge ¿ves?_

Al oír esta frase acerqué mi curiosidad a la escotilla. Estaban en el muelle hablando del barco en el que me ha tocado en suerte servir. Un yate a motor marca Ferretti de 68 pies. El narrador se refería a la travesía que habíamos hecho mi Capitán y yo desde Palma hasta Ibiza. Oído así, contado con énfasis con detalles como "una gran ola" o "fuerte marejada" parecía una de esas historias que van circulando por los puertos de boca en boca.

En realidad no había tan mala mar, ni hubo ninguna ola gigante.

Salimos del club de mar de Palma a eso de las 6:30h del día 26 con previsión de marejadilla a marejada a medida que fuera transcurriendo el día. Y así fue.

Al doblar el Cabo de Cala Figuera y salir de la bahía, como es natural la mar se mostró menos dócil que los borreguitos que aparecían por todas partes. Poco a poco se fueron sumando más de estos, que fueron salpicando de blanco las crestas de las olas de un tamaño adecuado como para tener que empezar a sortearlas. Para ese momento ya estaba yo al timón y para ser sincero, a pesar de ser un barco a motor, me estaba divirtiendo de lo lindo haciendo surf con las olas. Noté que al Capitán le inquietaba algo, por momentos resoplaba como una grieta en un acantilado, suave, pero con firmeza con cada ola más grande de la serie que nos alcanzaba y miraba la mar con preocupación. Para ese entonces ya no era momento de volver. Había un viento del Nordeste que nos traía las olas por la aleta de estribor, de manera que lo más cómodo (y divertido) era correrlas.

Dar la vuelta era una opción que ninguno de los dos contemplamos dado el riesgo de atravesarse a esa mar, que según el Capitán era fuerte marejada. Así que para solaz de mi espíritu atrevido, hijo de la ignorancia continuamos. El Capi elogió un par de veces mi forma de gobernar a la empopada y yo, claro, me crecí por dentro (si tú lo dices). Aún seguía sin entender su preocupación por una mar, que en mi inexperiencia yo ya había navegado más veces. Y en cuanto a experiencia, seguramente, él me la cuadriplicaba con creces. Yo entre resoplido y resoplido, seguía a la mía buscando el paso entre las olas, subiéndome a ellas y surfeándolas, gobernando como un romero y canturreando mentalmente una cancioncilla, que lo lógico hubiera sido que se tratase de "Surfin' Safari" de los Beach boys, pero los enlaces de mi cerebro son bastante simples y lo que me sonaba en la cabeza era una sevillana: "Sueña la margarita con ser romerooo...." y hala! a deslizarse cuesta abajo por la ola a más de veinte nudos, teniendo cuidado de no empotrarme en la predecesora a la que me transportaba buscando un nuevo paso.

De vez en cuando, nuestra velocidad y la de la ola se acompasaban y viajábamos unos momentos en la cresta de la ola dando la sensación de estar parados a pesar de no variar ni un ápice el régimen de vueltas de la máquina. Entonces daba un golpe de timón, y con tiempo y calma, porque si de una forma no se puede calificar a estos barcos es de nerviosos, tomaba otra vez la mar de popa comenzando otra alocada carrera por la ola ..."Con ser romero sueña la margarita, con ser romeroooOOOOoooo...." Y así transcurrió bastante tiempo, dónde mi única preocupación era que no se parase el limpiaparabrisas, que ya había hecho el tonto un par de veces.

El Capi seguía en el mismo estado de preocupación, sobre el cual no tardaría en descubrir la razón. Mientras, yo entretenido buscando caminos entre esa mar que se pone más atractiva y hermosa cuando muestra su carácter de diosa caprichosa. Por lo tanto procuraba no cometer ningún error.

Llevaríamos algo más de dos horas en esta situación (o así me pareció a mí) y había ganado confianza (mal presagio) cuando la diosa se sacó una ola extra, que no sé como apareció por entre el camino que yo había elegido, juntándose con otra y formando delante de la proa una un poco más grande de lo habitual. Metí todo el timón inmediatamente a babor, pero el carácter del barco no está a la altura de las exigencias de las deidades marinas. De forma resignada informé al Capitán, como si él no lo hubiera visto de sobra; _Ésta nos la comemos con pata... ¡TASSS...! Entramos como Harry Potter en la pared, pero ésta era de agua, de un color verde vidrio precioso, jaspeado de espuma blanca que se transformó en blanco verdoso oscuro (un color indescriptible) en el momento del impacto. Por unos momentos parecíamos un submarino. Calor en el pecho, frío en la frente y una sensación muy agradable al salir, pero con la preocupación de saber dónde estás y gobernar lo antes posible para no comerte otra. Durante unos momentos, de los largos, ninguno de los dos dijimos nada, pero a esas alturas ya sabíamos que algo habíamos roto, esperando que no fuese nada vital. Uno de los limpiaparabrisas había desaparecido, pero el mío seguía funcionando. El capi salió a evaluar los daños. Al cerrar la puerta tras de sí no me pareció tan buena idea, además no llevaba ningún arnés para asegurarse al barco, como suele hacerse religiosamente en los veleros. Cuando volvió (por fin) me informó que el metacrilato del fly-bridge, una especie de parabrisas que hay en el puente superior, desde dónde se gobierna el barco con buen tiempo, había volado. También había arrancado de cuajo una butaca.

Me relevó en el timón, improvisé una línea de vida y me fui de excursión. Comprobé que había desnudado las defensas que llevábamos amarradas en cubierta sacándoles las fundas como ya me gustaría a mí hacer con el vestido de alguna mujer. Observé los destrozos en el puente superior y después bajé a nuestro camarote (la vil canalla habita en un camarote en popa fuera del habitáculo donde reside la nobleza) la moqueta estaba empapada. Al levantar la tapa de las sentinas comprobé que estaban llenas de agua. Metí los dedos y los chupé. ¡Salada! Accioné la bomba de achique y dejé abierto para seguir controlándolo. Las demás sentinas estaban secas. No parecía muy probable una vía de agua. Subí e informé al Capitán, pero aquella sentina no volvió a inundarse. Fue algo anecdótico que aún ahora sólo tenemos suposiciones de lo que pudo ser y que sólo sirvió para ponerle un poco de interés a esta historia.

Cuando llegamos al puerto de Ibiza fuimos descubriendo algunos desperfectos mas, pero lo más importante que descubrí es que los yates a motor no están diseñados para navegar, si no para desplazarse por encima del agua, que no es lo mismo. Al gobernarlo, el timón no responde con la misma premura ni ganas que el de un velero. Ni la forma del casco, ni el resto de elementos, sin hablar de la estabilidad (no van lastrados) están pensados para navegar orgánicamente.

Esta era la razón por la cual el capitán se preocupaba. Conocía perfectamente las limitaciones de su barco.

Barcos como este son capaces de desplazarse por encima de un mar en calma a velocidades superiores a los treintaicinco nudos con la finalidad de llegar a fondear lo antes posible a una cala repleta de barcos. O para llegar en poco tiempo a destinos relativamente cercanos, ya que con un consumo de trescientos litros de gas-oíl por hora, no tienen más de trescientas millas de autonomía.

Los veleros en cambio, navegan al ritmo que marca el viento y la mar, deslizándose suave y cadenciosamente sin dejar una cicatriz tras de sí como hacen las hélices. Vuelan en silencio, ligeros como la brisa, igual que una hoja en un estanque con la ventolina. Sin prisa por llegar hasta dónde el aire ya no se mueva.

Los Yates a motor se desplazan haciendo ruido ostentosamente, con la fuerza bruta de los motores. No tienen las mismas condiciones marineras. Navegan como una alpargata pescada por el sedal de un dominguero ansioso.

No quiero decir con esto que a todos los propietarios de este tipo de yates les guste ostentar el poderío de sus motores. También les gusta el mar, naturalmente. Solo que hay muchas maneras de que te gusten las cosas o de amarlas, de la misma manera que se ama de modo diferente a distintas personas, y encuentro una enorme diferencia entre gozar de la belleza de la mar de forma superficial, o sentirla uniéndonos a ella, acompasando nuestras pulsaciones a su ritmo eterno, y como es para siempre, amarla sin prisas, tal y como es: Bella, salvaje, egoísta y generosa, seductora y cruel.

Rafa Marín.


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